Por mucho tiempo nos hemos cuestionado el porqué existen las enfermedades, el miedo y el dolor.
Los enfermos siempre los más vulnerables ante situaciones complicadas y en muchas ocasiones criticas en donde un diagnostico se convierte en una sentencia de muerte. Familiares, amigos, vecinos y el mismo protagonista atemorizados empiezan a vivir un calvario con muchas interrogantes, planes interrumpidos y metas frustradas.
Nadie es capaz de entender con exactitud cómo fue que sucedió y torpemente se comentan explicaciones huecas. Los médicos expertos terminan diciendo que cualquier cosa pudo haber provocado la enfermedad; no hay culpables.
Solo con el silencio de la tarde pueden escucharse en los pasillos de un hospital quejidos de dolor, a veces un llanto del cuidador y muy frecuentemente unas oraciones. Es entonces cuando nos damos cuenta que Dios está vivo, cuando ya todos los médicos dieron su tratamiento, cuando ya se emplearon todos los medios y medicamentos existentes y cuando humanamente ya todo se ha realizado, entonces nos acordamos que dioses el que lo puede todo ¿es acaso este el modo adecuado? y a pesar de conocer la respuesta es lo que más acontece, como si fuera el procedimiento correcto. En medio de toda esta confusión nos olvidamos de algo sumamente importante, que los enfermos aun con su debilidad por su condición física son tan poderosos como Nuestro Señor Jesucristo, porque ellos están experimentando el mismo dolor que el padeció a la hora de su muerte.
Por eso el hombre que sufre por amor y se abandona a la voluntad divina, se une a Cristo transformándose en una ofrenda de salvación. Esta es la mejor razón para poder vivir con valentía nuestras enfermedades y nuestras dolencias.
Jesús mismo como hombre también conoció el dolor emocional ante la pérdida de su amigo Lázaro, la angustia de sentirse solo y abandonado ante la eminencia de su aprehensión y sentencia y por supuesto del dolor físico que experimento durante el Calvario y hasta la hora de su muerte. Por esto y por muchas razones Jesús siente una particular predilección por aquellas personas que están enfermas y padecen de dolor físico y angustia en cualquiera que sea su forma.
Sin embargo, a veces nos resulta difícil orar y ponerlo todo en sus manos, sobre todo cuando nos invade la duda, cuando no se obtienen los resultados anhelados, cuando buscamos explicaciones humanas, es entonces cuando nos abruma “El silencio de Dios” pero en realidad dios nunca se queda callado simplemente no podemos entender sus mensajes porque nosotros mismos tenemos una cortina cerrada frente a nosotros necesitaríamos abrirla por medio de la fe.
Estamos invitados a mirar de otra manera el dolor, darnos cuenta que nos siempre el sufrimiento debe ser malo, sino que se puede encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo que lo ha sufrido también, pero con amor.
La vida humana es grandiosa y debe vivirse con amor, respeto y de manera intensa valorando que vale la pena vivirla aun cuando se vea envuelta en el misterio del sufrimiento.
Rafael Couoh Silva
Integrante del equipo diocesano de la pastoral de la salud