Pastoral de la Salud
Matrimonio y familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones particulares históricas y económicas. Por el contrario, la cuestión de la justa relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y solo puede encontrar su respuesta a partir de ésta.
No puede separarse de la pregunta siempre antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? Y, ¿quién es Dios? ¿cómo es verdaderamente su rostro? La respuesta de la Biblia a estas dos preguntas es unitaria y consecuencial: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por este motivo, la vocación al amor es lo que hace del hombre auténtica imagen de Dios: se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama.
De este lazo fundamental entre Dios y el hombre se deriva otro: el lazo indisoluble entre espíritu y cuerpo: el hombre es, de hecho, alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal. También el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por tanto, por así decir, un carácter teológico, no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es solo biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad.
Del mismo modo, la sexualidad humana no está al lado de nuestro ser persona, sino que le pertenece. Solo cuando la sexualidad se integra en la persona logra darse un sentido a sí misma.
De este modo, de los dos lazos, el del hombre con Dios y —en el hombre— el del cuerpo con el espíritu, surge un tercer lazo: el que se da entre persona e institución. La totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el “sí” del hombre es un ir más allá del momento presente: en su totalidad, el “sí” significa “siempre”, constituye el espacio de la fidelidad.
Solo en su interior puede crecer esa fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempo difíciles. La libertad del “sí” se presenta por tanto como libertad capaz de asumir lo que es definitivo: la expresión más elevada de la libertad no es entonces la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una auténtica decisión.
En concreto, el “sí” personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno, y al mismo tiempo está destinado al don de una nueva vida. Por este motivo, este “sí” personal tiene que ser necesariamente un “sí” que es también públicamente responsable, con el que los cónyuges asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza también el futuro para la comunidad.
Ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo: por tanto, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de sí su propia responsabilidad pública.
El matrimonio, como institución, no es por tanto una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una imposición desde el exterior en la realidad más privada de la vida; es por el contrario una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.— Presbítero Alejandro de J. Álvarez Gallegos, coordinador diocesano de la Pastoral de la Salud