Pastoral de la Salud
Recientemente hemos sido testigos por las noticias de la aprobación de la ley del aborto en Nueva York, en Estados Unidos. En esa ley se establece que hasta las 24 semanas de gestación se podrá inducir la muerte del bebé siempre y cuando se declare una “inviabilidad fetal” o “cuando sea necesaria para proteger la vida o la salud de un paciente”.
Por si esto fuera poco, se añade que si el bebé sobrevive al aborto, quien lo realice podrá dejarlo morir… y esto conforme a la ley que lo avala, aprueba y promueve.
¿Hasta donde los seres humanos seremos capaces de llegar después de esto? ¿Qué más nos toca ver y presenciar? Matar a un ser humano totalmente indefenso incluso antes de su nacimiento se trata del acto esquizofrénico más grave que un estado pueda promover, pues no existen los calificativos para enunciar esta situación.
Es muy triste ver a los senadores al concluir la sesión donde aprobaron esta ley (38 votos a favor y 24 en contra), celebrar, abrazarse y disfrutar de este nuevo “derecho a matar”.
Los obispos estadounidenses levantaron la voz y exigieron el veto al gobernador de Nueva York, pero la ley fue apoyada y firmada por el.
La vida humana es sagrada y debe ser respetada desde el momento de la concepción hasta la muerte natural.
Nada ni nadie por encima de la ley natural, ningún estado está por encima de las leyes de la razón, que nos dicen que privar a una persona de la vida es un derecho inalienable, no se discute ni se impide.
Que no se nos olvide que el primer derecho que tiene el ser humano es el derecho a vivir, pues sin ese derecho simplemente no puede obtener ningún otro.
La vida humana es un valor en sí y no solo un valor “instrumental”, puesto que no puede ser utilizada simplemente.
Lo primero que se da en el hombre desde que comienza a formarse en el vientre materno es la vida, la cual es el primer don del amor de Dios a cada hombre.
El hombre se asemeja a los demás seres vivos en cuanto que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Sin embargo, el hombre es el único ser vivo que se sabe viviente, es decir, consciente de que está vivo y lleva en sí la trascendencia.— Presbítero Alejandro Álvarez Gallegos. Coordinador Diocesano de la Pastoral de la Salud